Tu espacio, mi espacio y un espacio en común; tus amigos, mis amigos, nuestros amigos; tus libros, mis libros, nuestros libros; tus gustos, mis gustos, nuestros gustos. En fin: lo tuyo, lo mío y lo nuestro. Las buenas parejas están sólo parcialmente superpuestas y dejan una zona de respiro donde puedan moverse cómodamente. El amor absorbente es destructivo.
No estoy defendiendo la indiferencia y el egoísmo interpersonal, sino una forma de relación en la que cada uno tenga claro hasta dónde es capaz de negociar su privacidad. Por ejemplo, es más fácil compartir el dinero que los pensamientos que tenemos escondidos. Es más fácil decir: “Mis bienes materiales son tuyos” que decir: “Mi mente y mi alma te pertenecen”. Una cosa es prestar la computadora y otra entregar la clave de acceso personal. Podemos dormir en el mismo lecho, pero la cosa se complica si el otro ocupa nuestro lado de la cama sin permiso. No es tan sencillo aceptar que la pareja nos “colonice” y se apropie de nuestro espacio y tiempo vital, así derroche ternura.
Los psicólogos llamamos territorialidad a la zona de reserva personal a partir de la cual nos sentimos violentados o incómodos si alguien la traspasa. Y me refiero tanto a la cantidad de espacio/tiempo ocupados como a su calidad.
Hay momentos especiales, resquicios mentales, lugares íntimos y objetos particulares que no se nos da la gana compartir y que no queremos que entren en ningún bien comunitario o ganancial.
Si eres de las personas que sostienen y defienden que “todo lo mío es tuyo, y viceversa” has perdido individualismo. Una relación totalmente superpuesta y que no respeta el territorio del otro con el tiempo suele convertirse en un infierno. Nos guste o no, hay momentos que son exclusivamente personales, que no están diseñados para dos sino para uno. Ser desprendido y generoso con la pareja no es perder identidad y sentirse invadido o despojado.
Recuerdo el caso de un paciente que vivía enfadado con su mujer porque ella no le daba la calve de su correo personal. La posición del hombre era intransigente: “Si realmente nos amamos, no debe haber secretos entre nosotros”. Puro idealismo y romanticismo rancio.
Mi paciente vivía un mundo idílico del que finalmente bajó, o debería decir: cayó sin paracaídas. Le costó mucho aceptar que prácticamente todas las parejas tienen secretos y que la gente no abre las compuertas de su mente de par en par a nadie, porque la mayoría guardamos pequeños “pecados domésticos”.
Fantasías inconfesables, ideas locas, sueños perdidos, preferencias y gustos que no son para contar. Todos tenemos información confidencial, y tú también, lector, por si pones cara de ángel. En ese reducto individualizado, sumamente especifico, el yo se mantiene y regodea a sí mismo. Mi paciente proponía una apertura absolutamente transparente, pero ella no cedió: nunca le entregó la clave personal.
La premisa de la gente posesiva es difícil de sobrellevar: “Tú me perteneces y, por ende, la información que guardas en tu cerebro también”.