Muchas de las personas que intentan pasar de la sumisión a la asertividad se pasan de revoluciones y caen en la agresividad. No obstante, el mecanismo pendular sumisión /agresión va acomodándose hasta encontrar un equilibrio funcional y saludable. Mientras ello ocurre, hay que estar atento.
Sofía estaba casada con un hombre que la maltrataba psicológicamente. Su motivo de consulta era claro y específico: “Quiero hacerme respetar… Me siento muy mal conmigo misma… Cuando él me insulta o me hace a un lado, me quedo callada como si yo mereciera el castigo… No sé defenderme y además creo que le tengo miedo… Me cansé de agachar la cabeza… Quiero hacer algo al respecto…”. Sofía había dado el primer paso.
Cuando le expliqué los principios de la asertividad y lo que perseguía el tratamiento, los ojos le brillaron: “¡Eso es lo que necesito!”. Le di a leer un folleto y le dije que tendríamos unas citas previas de evaluación para profundizar sobre otros aspectos de su vida. A la semana siguiente regresó con una gran novedad: “Doctor, esta técnica es maravillosa. El sábado por la noche llegamos de una fiesta y él empezó a agredirme verbalmente como hace siempre. Yo, de inmediato, me acordé de lo que usted me había dicho sobre la defensa de mis derechos. Entonces tomé un portarretratos y se lo tiré directo a la cabeza… Él se asustó tanto que no hizo nada… Le corté un poco la frente… Pero se lo merecía… ¡Y todo gracias a usted, doctor!”. Me sentí como un boina verde asesorando a un futuro mercenario. Ella estaba eufórica y no hacía más que disfrutar de su “gran momento de asertividad”.
A Sofía le ocurrió lo que a muchas personas oprimidas: la acumulación tóxica hizo explosión. El entrenamiento asertivo había servido de detonante y yo de excusa. Después de una larga sesión pedagógica, ella volvió a la realidad: “Usted no fue asertiva, fue agresiva. El objetivo de la asertividad no es lastimar a otro sino defenderse y autoafirmarse, sentar precedentes de inconformidad e intentar modificar un comportamiento que viola nuestro territorio. Pero, a veces, por más asertividad que usemos, es imposible producir un cambio significativo en la otra persona. En estos casos es mejor recurrir a otras alternativas. Por ejemplo, si alguien pretende abusar sexualmente de usted, la asertividad no le serviría de nada. No está diseñada para la violencia física, aunque puede ayudar. Frente al supuesto violador, el karate o la defensa personal sería sin duda una mejor opción que la expresión honesta de sentimientos. Pero usted agredió físicamente a una persona que sólo la agredía verbalmente, eso hizo que su posición perdiera fuerza y autoridad moral”.
Su réplica no tardó en llegar: “¿Y qué propone usted? ¿Debería haberme quedado quieta y dejar que me insultara como siempre?”. Le respondí que evidentemente no: “De ninguna manera. Usted puede ser enfática, expresar su ira de una forma adecuada y decir que no está dispuesta a seguir soportando ese trato.
Independiente de la respuesta de su marido, usted habrá expresado y dicho lo que sentía con pundonor”.
Sofía estaba decepcionada de su terapeuta: “¡Valiente gracia! ¿Y de qué me sirve eso? ¿Usted cree que mi solución es quedarme ahí como si nada?”. Entonces le respondí: “Usted lo ha dicho. Hay veces en que la vida nos pone entre la espada y la pared y nos obliga a tomar una decisión crucial. Usted está en ese punto de la encrucijada. La asertividad le permite abrir la válvula de presión para que ejerza el derecho a la oposición, pero si su marido continúa con su conducta y se niega a respetarla, puede hacer uso del derecho a irse, que es mucho más concluyente que el derecho a réplica. La asertividad le permite agotar posibilidades, a la vez que la convierte en participante activa y no pasiva de la situación. Puede partirle un palo en la cabeza o encerrarlo en un armario, pero su liberación debe comenzar por lo psicológico. Usted no debe destruir a su marido, sino al miedo que le impide actuar”. Finalmente Sofía se separó. La asertividad le permitió abrir el camino que va de adentro hacia fuera.
En otro caso, un joven profesor y abogado, se sentía agredido por sus estudiantes, que se reían a sus espaldas, no le prestaban atención en clase y le mandaban notas burlándose de su vestimenta, el cabello y la estatura.
Algunos de ellos le hacían preguntas jactanciosas y otros simplemente lo ignoraban. Tres veces por semana su adrenalina llegaba al techo y su autoestima al subsuelo. Había comenzado a tener alteraciones del sueño, ansiedad flotante, dolores musculares e irritabilidad manifiesta.
Cuando mi paciente descubrió la herramienta de la asertividad, sintió un gran alivio: “No soy el único, al fin podré defenderme”. Dos semanas después llegó a la consulta con paso firme y seguro. Se veía más alto y su barbilla apuntaba al techo, su porte era arrogante, como los abogados que pertenecen a bufetes importantes. Entonces dijo con orgullo: “¡La mayoría suspendió el examen!”.
No niego que a veces la venganza pueda hacernos cosquillas y provocar en nosotros una risita malévola involuntaria, pero como ya dije, la asertividad no pretende hacer una apología de la violencia. El autorrespeto no se logra destruyendo a los que nos molestan, sino desenmascarándolos con valentía. Y como vimos en el caso de Sofía, si la asertividad no fuera suficiente, siempre está la alternativa de la renuncia digna y valiente. En la tercera parte, retomaré el tema del coraje.
El joven abogado, a medida que avanzó en su tratamiento, logró calibrar y reajustar las fluctuaciones de la asertividad hasta encontrar su propio estilo personal. Finalmente, no sin esfuerzo, pudo sobrevivir al grupo.
La asertividad es una herramienta de la comunicación que facilita la expresión de emociones y pensamientos, pero no es un arma destructiva como la utilizan los agresivos. Está diseñada para defenderse inteligentemente.
Cuando la ponemos al servicio de fines nobles, la asertividad no sólo se convierte en un instrumento de salvaguardia personal, sino que nos dignifica.