Miguel Ángel Pla
Psicoterapeuta – Coach personal y ejecutivo
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La provisión de estabilidad afectiva y emocional que requiere el desarrollo infantil puede verse seriamente amenazada por la separación o el divorcio de los padres, especialmente cuando el apego aún no está suficientemente afianzado.
Es conocido, al respecto, que la mayor proporción de ellos tiene una media de edad de seis años o menos en el momento de la ruptura, de cuyo conjunto una gran parte muestra más desajustes psicológicos a lo largo de su vida que los que pertenecen a familias intactas, si bien tales desajustes no siempre alcanzan niveles clínicos (8, 9, 10).
Las conexiones existentes entre la separación o el divorcio de los padres y las anomalías conductuales o caracterízales del niño han sido propuestas desde una amplia variedad de trabajos de investigación, a partir de los cuales se han identificado algunas variables que pueden incidir más significativamente que otras en la aparición de diversos trastornos psicopatológicos infantiles, habiendo permitido también una aproximación a las vivencias infantiles que desarrollan los hijos en este conflicto.
Se señala como relevante una serie de características en el comportamiento del niño tras el cambio de la composición de la «familia», los efectos negativos de la ausencia de la figura paterna junto a la típica situación de la custodia de la madre, el incremento del estrés económico en el grupo con las subsiguientes consecuencias en el trato al hijo, los problemas que derivan del cambio que supone pasar de tener dos padres a tener uno solo y lo negativo que trae consigo la existencia de tensión interparietal en el hijo.
El sexo del niño determina diferencias en el desajuste tras un divorcio o separación, evidenciando que los chicos varones parecen tener mayores dificultades para superar la crisis, tanto en la intensidad de sentimientos negativos como en su duración, presentando más problemas escolares y más irritabilidad que las niñas.
El factor más relevante lo constituye la ausencia de la figura paterna, asociándola con un menor aprovechamiento escolar, tanto en chicos como en chicas, un bajo nivel de empleo laboral en el caso de los varones en la adultez y maternidades precoces cuando se trata de muchachas. La presencia del padre para un desarrollo armónico de los hijos también resulta crucial. De acuerdo con sus resultados, el bienestar del hijo se sustenta en el ejercicio de una paternidad con autoridad moral y la existencia de estrechos sentimientos de afecto entre padre e hijo, siendo ello el mejor predictor de los resultados respecto a una inadecuada formación escolar, externalización de conductas problemáticas e internalización de problemas emocionales.
En cuanto a los estudios encaminados a conocer las vivencias infantiles, cuando tiene lugar el divorcio o la separación de los padres, los resultados empíricos permiten una buena aproximación a esa realidad.
Los resultados encontrados indican que los adultos y niños de «familias» separadas o divorciadas puntúan más bajo que sus iguales de «familias» intactas en el campo de las habilidades sociales y presentan mayores conflictos en sus propios matrimonios. Estos hallazgos difieren, según los cuales las dificultades de los niños ya eran patentes antes del divorcio o la separación.
Considerando que, por la diversidad de factores que participan, los impactos del divorcio o separación pueden ser muy diferentes para cada niño, la mayor parte de la literatura científica al respecto es coincidente en que tales experiencias modifican completamente sus vidas: la gran mayoría de los hijos de separados o divorciados, ya desde los años inmediatamente posteriores a tales eventos, muestran marcadas anomalías en sus desarrollos, ya que cuando se produce una separación o un divorcio, tanto la infancia como el ejercicio de las funciones de paternidad de la pareja rota se ven desafiadas, aunque sea también cierto que en muchos casos tanto hijos como padres se pueden ver liberados de una convivencia infeliz e incluso a veces de situaciones con un final más o menos trágico. En el caso de los progenitores, el desafío surge porque tienen que restablecer el funcionamiento económico, social y parental y en el caso de los hijos porque, a todas las edades, luchan con la desconcertante demanda de tener que redefinir sus contactos con ambos padres.
Todo ello se hace más complejo en aquellos casos en los que el progenitor custodio, que generalmente suele ser la madre, tiene que hacer frente no sólo a la sobrecarga de tensiones y tareas propias de su misión, sino también al lógico desajuste emocional asociado con la tensa situación que suele conllevar la ruptura con la pareja. Es por eso que, con relativa frecuencia, la figura parental encargada de la custodia (las más de las veces la madre) desempeña prácticas educativas erráticas, con poco control sobre el comportamiento del hijo y escasa sistematicidad en el seguimiento de reglas, con las consecuencias negativas que son de prever en el desarrollo de los hijos.
El estado de crisis del niño, cuando todavía está presente el lógico desequilibrio emocional del padre o de la madre tras la separación o el divorcio, puede exacerbar los problemas entre ellos en lugar de servir de apoyo mutuo, lo que es especialmente influyente cuando los hijos son menores de tres años.
Si el momento de la separación o el divorcio de los padres ocurre siendo los hijos menores de seis años, sus primeras reacciones son de temor y de una profunda sensación de tristeza y de pérdida, conmoción e infelicidad, particularmente en el período de la ruptura y en el inmediatamente posterior. La mayor parte de ellos sienten una gran soledad, desconcierto e ira hacia sus padres, sentimientos que siguen siendo muy poderosos décadas después.
Para los menores de seis años, perder la disponibilidad de sus padres supone el mayor precipitante de angustia, dada la escasa capacidad que poseen para reconfortarse ellos mismos, angustia que está presente tanto si los padres son afectuosos como indiferentes, extrañando mucho al padre que se ha ido, temiendo no volver a verlo jamás.
Además, debido a las limitaciones cognitivas que los niños aún poseen, al temor de la desaparición de uno de sus padres se une la amenaza de que el otro también pueda irse, lo que hace más frecuente el llanto desconsolado, la intensificación exagerada de conductas de aproximación y contacto físico con la figura parental que ejerce la custodia, la aparición de conductas regresivas en la alimentación, las alteraciones en el control de esfínteres y en el ritmo del sueño, así como la aparición de conductas rituales (sobre todo en torno al momento de irse a dormir), todas ellas como medidas de control mágico de las separaciones del progenitor, dado que cualquier pérdida de la mera visión del que ejerce de custodio es vivenciada como susceptible de una nueva pérdida o abandono, con el consiguiente acrecentamiento de la angustia.