Hay un precepto en las relaciones afectivas que no cambia ni cambiará, aunque los amigos del romanticismo entren en crisis y protesten: “Nos sentimos atraídos por quienes nos satisfacen y gratifican”.
Es la teoría de la gratificación de la atracción: elegimos a quienes nos brindan la mayor cantidad de estimulación positiva. ¿Amor lucrativo, interesado?: parecería que sí, aunque no de manera consciente y acaparadora, solo un poco. La susceptibilidad hacia el refuerzo forma parte de nuestra herencia más arcaica: buscamos el placer y escapamos al dolor, es la mecánica natural de la supervivencia.
Se sabe que las parejas con problemas tienden a presentar una baja tasa de intercambios positivos y una alta tasa de coerción, castigo o indiferencia, y que uno de los mejores tratamientos es precisamente incrementar la frecuencia de los intercambios positivos ¿De qué otra manera podríamos generar alegría en la relación? Una buena relación es esencialmente gratificante.
Según el modelo del intercambio social una relación afectiva satisfactoria se concibe como un sistema de interacción sustentado por un intercambio de elementos reforzantes entre ambos miembros. Así, las personas pueden se consideradas como dadoras y/o receptoras de todo tipo de información, estimulación y afecto incluido. Por lo tanto, la amistad de pareja se fortalece en aquellas relaciones donde sus miembros son tan dadores como receptores. La fórmula es sencilla: recibir con agradecimiento las recompensas y entregarlas con desprendimiento.
Tal como la experiencia indica, si los castigos prevalecen sobre los reforzadores, el amor deja de ser amigable. No niego que a veces el deseo, eros, prevalece aún en situaciones de evidente maltrato, pero la amistad de pareja no es tan ciega: los “amigos” que nos lastiman se marchitan en un instante. La amistad se rige principalmente por la alegría: “Amar es alegarse”, decía Aristóteles. Y el júbilo de estar bien con la persona amada tiene mucho que ver con el número y la calidad de las gratificaciones, ya sea materiales, emocionales o ambas.
Es verdad que una buena relación comparte todo: lo agradable, lo útil, lo bueno y lo malo, pero lo importante es que el balance sea positivo. Es imposible sostener una relación donde el balance sea negativo, el sufrimiento, tarde que temprano, inclinará la balanza hacia el desamor. Adoptar una actitud totalmente “desinteresada” y purista frente a los reforzadores naturales, espontáneos y bien intencionados que deben existir en cualquier relación, es errar el camino. A todos nos seduce el abrazo, el piropo, la caricia, el detalle. Esa es la dinámica motivacional de la convivencia.
Cicerón hablaba de la amistad como un intercambio recíproco de favores, ayuda mutua o devolver un favor con otro. Sin llegar a ser tan puntillosos y milimétricos, hay mucho de cierto en sus palabras. En la vida cotidiana, las parejas mejoran sustancialmente cuando deciden preocuparse más por el bienestar de su compañero o compañera. La buena convivencia afectiva es la mezcla ponderada y racional entre lo concupiscente (recibir beneficios) y lo benevolente (entregar bienestar).
Nuevamente Aristóteles y su realismo: “La amistad dura más cuando los amigos reciben las mismas cosas el uno del otro”. Yo diría, similares más que iguales. Y esto nos lleva a otro punto, la repartición justa y equitativa de los reforzadores, es decir, al sentido de justicia que a veces es inseparable del amor.