El MIEDO A EXCEDERSE con la asertividad y a dañar psicológicamente a los otros suele ser una de las
interferencias más significativas del aprendizaje asertivo. El choque interior suele ser duro. De un lado, está la
necesidad de autoafirmarse, y del otro, el impedimento que marcan las creencias sobre lo que está bien lo que
está mal: lo que debe y no debe hacerse, el miedo a ser socialmente negligente.
Muchos individuos inasertivos muestran patrones exagerados de autoexigencia que los llevan a confundir
derechos con deberes y a sacrificarse innecesariamente, a veces de manera cruel, con tal de no transgredir su
normatividad. Los sujetos perfeccionistas, moralistas y psicorrígidos suelen ser muy autocríticos y con una
marcada tendencia a sentirse culpables por cualquier cosa.
¿Cómo balancear, entonces, la sensación de que soy socialmente desconsiderado con la necesidad
impostergable de no dejarme explotar y/o manipular?
De acuerdo con mi experiencia, para que la asertividad no genere esa mezcla fulminante entre culpa y miedo,
los individuos que intentan ser asertivos deben profundizar y reflexionar sobre tres principios fundamentales:
tolerancia, prudencia y responsabilidad.
La mayoría de las personas con predisposición a sentir culpa por no excederse se van para el otro extremo. Así,
la tolerancia se vuelve ilimitada, la prudencia se convierte en silencio absoluto y la responsabilidad se transforma
en obsesión.
El remedio termina siendo peor que la enfermedad. El objetivo del siguiente análisis es desplazar el fiel hacia los
puntos medios.
El principio de la tolerancia limitada
¿Hay que tolerarlo todo? ¿Habría que tolerar la violación o los asesinatos? ¿Qué haríamos si viéramos a un
señor golpeando a su pequeño hijo frente a nosotros? ¿Lo toleraríamos? ¿Debemos tolerar el abandono infantil,
los genocidios, las estafas o el maltrato?
Muchos autores sostienen que la tolerancia universal e indiscriminada sería condenable moralmente porque
ignoraríamos a las víctimas y seríamos indiferentes al dolor humano. Kart Popper, citado por Sponville, habla de
la paradoja de la tolerancia:
Si somos absolutamente intolerantes, incluso con los intolerantes, y no defendemos la sociedad tolerante contra
sus asaltos, los tolerantes serán aniquilados y junto con ellos la tolerancia.
En nuestra vida diaria ocurre lo mismo: la tolerancia generalizada termina produciendo el síndrome de la víctima
permanente: “La gente siempre se aprovecha de mí”.
Es claro que la tolerancia debe ser limitada. ¿Pero cuál es ese límite? Para Sponville, lo que debe determinar el
límite es la peligrosidad real, afectiva, que un evento o una persona tenga para nuestra libertad.
Es decir, debemos reaccionar ante cualquier acción que afecte nuestra capacidad de expresar lo que sentimos y
pensamos. El criterio estaría determinado por la siguiente pregunta: ¿Es peligroso para mi integridad física o
psicológica ser tolerante en esta situación?
En el lenguaje cotidiano, cuando decimos que toleramos a alguien, lo que estamos afirmando es que lo
“soportamos”, que aguantamos su manera de ser o su manera de pensar. Pero la tolerancia bien entendida, más
que soportar, se refiere a respetar. Tolerar no es padecer a los otros como una carga, sino aceptar y proteger el
derecho a la discrepancia. ¿Pero, qué ocurre cuando la pretendida discrepancia está sustentada en el
fanatismo, el sectarismo o la irracionalidad? Por ejemplo, el Ku Kux Klan es un grupo disidente: ¿debemos
tolerarlo?
La tolerancia es una virtud, pero, sin los límites que define la dignidad personal se convierte en rendición,
dependencia humillante, aniquilación del “yo”. Así como nos indignamos frente a la injusticia ajena, también
tenemos la obligación moral de indignarnos cuando nuestros derechos personales se vulneran. Por eso, no
tolerar a los abusivos es una manera de respetarse a sí mismo, es ejercer el derecho a la resistencia y no
dejarse embaucar por el culto al sufrimiento. Nadie está obligado a subyugarse.
El asertivo es tolerante, a menos que sus preceptos personales sean avasallados: su intención es equiparar
derechos y deberes. El agresivo es intolerante y autocrático: sobrestima los propios derechos y subestima los
ajenos. El sumiso practica una tolerancia excesiva e indiscriminada y, queriendo hacer el bien, se daña a sí
mismo irresponsablemente: subestima los propios derechos y magnifica sus deberes.
El principio de la prudencia y la deliberación consciente
Si no se practica la prudencia, es imposible ser asertivo. La prudencia baja nuestras revoluciones y nos obliga a
pensar antes de actuar. No es que haya que pensar a todas horas y hacer de la racionalización un vicio (hay
veces en que la prudencia es un verdadero estorbo, por ejemplo, cuando hacemos el amor desaforadamente
con la persona que amamos), pero debemos reconocer que “es prudente ser prudente”. La prudencia nos obliga
a deliberar con nosotros mismos, es la que gobierna nuestros deseos y suaviza nuestros impulsos.
Epicúreo, nos habla de la importancia de la comparación y el examen de las ventajas y desventajas, una técnica
muy utilizada actualmente en psicología cognitiva:
Todo placer es una cosa buena, mas no todo placer debe ser perseguido; y, paralelamente, todo dolor es un mal,
pero no todo dolor debe ser evitado a cualquier precio. En todo caso, es conveniente decidir sobre estas
cuestiones comparando y examinando atentamente lo que es útil y lo que no lo es, porque a veces usamos un
bien como si fuera un mal, y un mal como si fuera un bien…
Aristóteles, no tan epicureista, llamó a la prudencia una virtud intelectual, porque ella nos hace actuar
inteligentemente y reflexionar sobre lo que debe elegirse o evitarse.
La prudencia es futuro, prevención, anticipación responsable, deseo razonado. Está diseñada para evaluar el
antes de, para que no tengamos que arrepentirnos del después de. No es un freno de emergencia asfixiante,
sino autorregulación, juicio y lucidez orientada a no lastimar ni lastimarse. Kant decía: “La prudencia aconseja, la
moral ordena”. Una asertividad sin prudencia, tarde o temprano se transforma en agresión.
La prudencia hace menos probable que al defendernos ataquemos a mansalva. Es el mejor antídoto contra la
culpa anticipada, porque no solo nos exime de los errores por omisión sino que nos hace más adecuados a la
hora de actuar.
El principio de la responsabilidad interpersonal
No podemos ser asertivos sin una ética de la responsabilidad, es decir, sin que nuestras deliberaciones incluyan
los derechos de los demás. La premisa que mueve a toda persona asertiva es defenderse tratando de causar el
menor daño posible, o si se pudiera, ninguno. Debemos evitar todo daño innecesario al defendernos o al ejercer
un derecho.
Pero ser responsable no es comportarse de acuerdo a la disposición exageradamente complaciente del
inasertivo: “Si ocasiono algún daño, mejor no actuar”, porque tal como vimos en otra parte, los que ultrajan y
humillan siempre se “sienten mal” cuando ya no pueden seguir abusando de su víctima. Además, como la
sinceridad no es un valor muy cultivado en nuestra cultura, no es de extrañar que la asertividad produzca a
veces incomodidad y escozor en los receptores.
Max Weber defendía la “ética de la responsabilidad” por encima de la “ética de las convicciones”. La filosofía
asertiva une ambas. Una persona asertiva actúa con convicción responsable, defiende lo que quiere, pero no se
olvidad de su interlocutor.
Si en nosotros no hay mala intención y obramos asertivamente y a conciencia, tratando de causar el menor daño
posible, ¿dónde queda la culpa anticipada? ¿En qué fundamentamos el miedo a herir irresponsablemente a los
demás?