Séneca recomendaba que por las noches, antes de acostarse, había que preguntarse si realmente hemos vivido ese día, porque cada jornada es un regalo. Vivir con las ganas puestas a cada momento, implicados en lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.
Seguros y coherentes para que “la fuerza de existir” nos empuje a mantener activo nuestro ser y a evolucionar al máximo. La esencia que nos define jamás se conforma, la “voluntad de poder” induce: queremos ser mejores y perfeccionar nuestro yo; no importa la clase social, la inteligencia o la fama, la naturaleza nos induce a crecer psicológicamente: ser más, si se puede.
“¡He vivido! ¡Con cada parte de mi cuerpo y de mi mente, a cada instante, persistentemente!”. Es la sensación de que nos hemos jugado por lo que creemos, que nos hemos apropiado de lo que somos, a la máxima expresión. Vivir implica estar comprometido con el propio yo, de tal manera que nada importante se nos escape, que cada ilusión y cada sueño cuente: percibir cada cosa con intensidad, recordar con lujo de detalles, fantasear descaradamente, gustar y degustar, sentir de veras, pensar de veras, atentamente, con la vitalidad imprescindible de quien no se resigna a perder. Bajar las defensas y dejar que los cinco sentidos se multipliquen.
Es verdad que no siempre andamos enchufados a la mayor capacidad, pero eso no significa que debamos entregarnos a la apatía del insensible. ¿Dónde está la belleza? Pues en cualquier parte. Tropezamos todo el tiempo con ella, pero no la vemos ¿Qué puedo descubrir si estoy encerrado en mi mismo, esperando el nirvana o algún paraíso perdido? El sabio no busca la eternidad, ya habita en ella. Insisto: el plan es bajar los umbrales sensoriales para que la experiencia entre y nos sacuda. La gente se resigna al letargo, a la parálisis de los sentidos que ya parecen callos.
Haber vivido cada día de verdad es también reafirmar los papeles que hemos aceptado llevar a cabo. Si soy padre, pues seré un padre con mayúsculas, un buen padre, un padre dispuesto. Si soy esposo o esposa, pues me lo tomaré en serio y haré que mi pareja reconozca positivamente mi presencia. Si voy a trabajar en algo, trabajaré lo mejor posible. Si soy hijo, pues no lo seré de tanto en tanto, abrazaré a mis padres como si fuera el último día. El yo es información organizada sobre lo que pienso, hago y siento, sobre las aquellas creencias, motivaciones y valores más arraigados, que necesitan actualizarse y revisarse para no perder la identidad y fortalecerla.
¿Quien puede decirse a sí mismo, honestamente y con plena certeza: “he vivido”? No muchos. Unos pacientes me decían que vivían a ratos, porque la mayor parte del tiempo los invadía un sentido de despersonalización, es decir, cierto desconocimiento de quienes eran. La automatización, el hábito que se repite obsesivamente, no es vida. Vivir requiere de cierta audacia y bastante experimentalismo: vive quien corre riesgos saludables, los demás vegetan. Alguien afirmaba: “No soy yo el que vive… Soy un espectador de mí mismo…”. Fragmentación del ser que no se reconoce, que no se registra en lo íntimo, que se pierde en la sombra que se persigue a sí misma.
Resignarse a lo que no nos gusta, a lo que afecta nuestros principios, a lo que no va con uno, es quitarle fuerza a la vida, es vivir menos, es conformarse con otro yo, que internamente se violenta y se apaga. Vivir no solo es respirar, es hacer revoluciones, crear utopías de todo tipo, renovarse, recrearse, vencer los miedos, superar las dudas, y muchos etcéteras más. Seneca tenía razón, si hemos vivido hoy, queremos repetir mañana.