Me senté en la cocina, bebiendo café, pensando en mis labores domésticas sin terminar. Los platos. Sacudir. Ropa por lavar. La lista era interminable y, aun así, no podía comenzar. Era demasiado para pensar en ello. Hacerlo me parecía imposible. Igual que mi vida, pensé. La fatiga, una sensación familiar, se apoderó de mí. Me dirigí a mi recámara. Antes un lujo, las siestas se habían vuelto para mí una necesidad. Casi lo único que podía hacer era dormir. ¿A dónde había ido mi motivación? Yo solía tener exceso de energía. Ahora era un esfuerzo peinarme el cabello y aplicarme el maquillaje a diario, un esfuerzo que a menudo no hacía. Me tendí en mi cama y me dormí profundamente. Cuando desperté, mis primeros pensamientos y sentimientos eran dolorosos. Esto tampoco era nuevo. No estaba segura de qué me lastimaba más: si el agudo dolor que sentía porque tenía la certeza de que mi matrimonio había terminado ±se había escapado el amor, extinguido por las mentiras y por la bebida y por las desilusiones y por los problemas económicos±; la amarga ira que sentía contra mi esposo ±el hombre que había provocado todo esto±; la desesperación que sentía porque Dios, en quien yo había confiado, me había traicionado permitiendo que me pasara esto; o la mezcla de miedo, desamparo y desesperanza que se conjugaba con todas las otras emociones. Maldición, pensé, ¿por qué tendría él que beber? ¿Por qué no podría haberse puesto sobrio antes? ¿Por qué tendría que mentir? ¿Por qué no me pudo haber amado tanto como yo a él? ¿Por qué no dejó de beber y de mentir hace años, cuando todavía me importaba? Nunca tuve la intención de casarme con un alcohólico. Mi padre lo fue. Traté de elegir cuidadosamente a mi esposo. ¡Qué gran elección! El problema de Frank con la bebida se hizo aparente durante nuestra luna de miel cuando abandonó nuestra habitación en el hotel una tarde y no regresó hasta las 6:30 de la mañana siguiente. ¿Por qué no me di cuenta entonces? Mirando en retrospectiva, los síntomas eran claros. ¡Que tonta había sido! «Oh no, él no es alcohólico. Él no.» Lo había defendido una y otra vez. Había creído sus mentiras. Había creído mis propias mentiras. ¿Por qué no lo dejé entonces y pedí el divorcio? Por sentimiento de culpa, por miedo, por falta de iniciativa e indecisión. Además, ya lo había dejado antes. Cuando estuvimos separados, todo lo que hice fue sentirme deprimida, pensar en él y preocuparme por el dinero. Tonta de mí. Miré el reloj. Las tres menos cuarto. Los niños pronto regresarían de la escuela. Luego vendría él, esperando que le sirviera la cena. No hice el quehacer hoy. Nunca hice nada. Y es su culpa, pensé: ¡ES SU CULPA! Súbitamente, cambié mis engranes emocionales. ¿Estaba mi esposo realmente en el trabajo? Quizá había salido con alguna otra mujer. Quizá estuviera teniendo un affaire. Quizá había salido más temprano para irse a beber. Quizá estaba en el trabajo, causando problemas allí. Y de todos modos, ¿cuánto duraría en este trabajo? ¿Otra semana? ¿Un mes más? Luego abandonaría el empleo o lo despedirían, como siempre. El teléfono sonó, interrumpiendo mi ansiedad. Era una vecina, una amiga mía. Hablamos y le platiqué del día que había tenido. «Mañana voy a ir a Al-Anón», me dijo. «¿No quieres venir?» Yo había oído hablar de Al-Anón. Era un grupo de personas casadas con borrachos. Me vinieron a la mente imágenes de las «mujercitas» que acudían en tropel a esas reuniones, aceptando la manera de beber de sus maridos, perdonándolos y pensando en pequeñas formas de ayudarlos. «Ya veremos» le mentí. «Tengo mucho quehacer», le expliqué, y no estaba mintiendo. La ira se apoderó de mi, y escasamente escuché el resto de nuestra conversación. Desde luego que ya no queria ir a Al-Anón. Yo ya lo había ayudado una y otra vez. ¿Qué no había hecho ya suficiente por él? Me sentía furiosa ante la sugerencia de que hiciera más y de que siguiera dando a este saco sin fondo de necesidades insatisfechas que llamamos matrimonio. Estaba harta de cargar con todo el peso y de sentirme responsable por el écito o fracaso de nuestra relación. Es su problema, murmuré en silencio. Que encuentre él la solución. Déjenme fuera de esto. No me pidan una sola cosa más. Que tan sólo mejore él, y yo me sentiré mejor. Después de colgar el teléfono, me metí a la cocina a preparar la cena. De cualquier modo, no soy yo quien necesita ayuda, pensé. Yo no he bebido, ni he usado drogas, ni he perdido empleos, ni he mentido para engañar a mis seres queridos. He mantenido unida a esta familia a toda costa. He pagado cuentas, he administrado un hogar con un presupuesto raquítico, he estado ahí en cualquier emergencia (y, casada con un alcohólico, ha habido muchas emergencias), he pasado la mayoría de las malas épocas sola, y me he preocupado hasta enfermarme. No, he decidido que no soy yo la irresponsable. Al contrario, he sido responsable de todo y por todos. Yo no estoy mal. Sólo necesito empezar, empezar con mis labores cotidianas. No necesito reuniones para hacerlo. Simplemente me sentiría culpable si saliera cuanto tengo tanto quehacer atrasado en casa. Dios sabe que no necesito más sentimientos de culpa. Mañana me levantaré y me mantendré ocupada. Las cosas mejorarán mañana. Cuando llegaron los niños, me encontré gritándoles. Eso no les sorprendió a ellos ni a mí. Mi esposo era buena onda, el bueno del cuento. Yo era la bruja. Traté de ser complaciente, pero me costaba mucho trabajo.
La ira se hallaba siempre a flor de piel. Había tolerado tanto y durante tanto tiempo que ya no estaba dispuesta a tolerar nada. Me hallaba siempre a la defensiva y sentía que, de algún modo, estaba luchando por mi vida. Más tarde supe que efectivamente así era.
Cuando llegó mi esposo me había esforzado en preparar la cena, sin interés alguno. Apenas hablábamos durante la comida.
-Hoy me fue muy bien- dijo Frank.
<< ¿Qué significa eso?>>, pensé, << ¿Qué hiciste en realidad? ¿Fuiste siquiera al trabajo? Además, ¿a quién le importa?>>
-Que bien- le contesté.
-Y a ti, ¿cómo te fue?- me preguntó.
<< ¿Cómo diablos crees que me ha podido ir?>>, pensé para mí. <<Después de todo lo que me has hecho, ¿cómo esperas que me vaya?>> Le eché una mirada asesina, forcé una sonrisa y dije:
-Bien, gracias por preguntarme.
Frank miró hacia otro lado. Había escuchado lo que no dije, más que lo que dije. Y sabía que no debía hablar más. Yo también. Generalmente estábamos siempre a un paso de una pelea violenta, a un repaso de las ofensas pasadas y de las amenazas de divorcio. Solíamos enredarnos en discusiones, pero llegábamos a hartarnos de ellas. Así, ahora peleábamos en silencio.
Los niños interrumpieron nuestro silencio hostil. Nuestro hijo dijo que quería ir a un parque que se hallaba a varias calles de distancia. Le dije que no, que no quería que fuera si no lo acompañaba su padre o yo. Se puso sollozar diciendo que quería ir, que iría. El gritó pidiendo que lo dejara ir, que a todos los demás niños los dejaban. Como siempre, cedí. <<Muy bien, ve, pero ten cuidado>>, le advertí. Sentí como si hubiera perdido. Con mis hijos y con mi esposo siempre sentía que perdía. Nadie me escuchaba, nadie me tomaba en serio.
Yo no me tomaba en serio.
Después de cenar me puse a lavar los platos, mientras mi esposo veía la televisión. <<Como siempre, yo trabajo y tú te distraes. Yo me preocupo y tú descansas. A mí me importan las cosas y a ti no. Tú te sientes bien y yo sufro. Maldito seas>>. Crucé el salón varias veces, bloqueando a propósito la imagen del televisor y mandándole secretas miradas de odio. Él me ignoraba. Cansada de eso, suspiré y dije que iba a salir a cortar el césped. <<En realidad, eso es trabajo de hombres>>, le dije <<pero temo que lo voy a tener que hacer yo>>. Él dijo que lo haría después. Le dije que ese después nunca llegaba y que ya no podía esperar, me daba vergüenza tener el césped así. <<Olvídalo>>, le dije, <<de todos modos ya estoy acostumbrada a hacerlo yo todo>>. El dijo: <<está bien, lo olvidaré>>. Me salí a punto de estallar y caminé por la hierba.
Estando tan cansada, me fui pronto a la cama. Dormir en la misma cama que mi esposo me resultaba tan tenso como nuestros momentos durante el día. O no hablábamos, cada uno en una orilla de la cama para estar lo más lejos posible, o bien el hacía algún intento –como si todo estuviera bien- de tener relaciones sexuales. Ambas cosas me causaban tensión. Si nos dábamos la espalda uno al otro, permanecía inmersa en mis pensamientos confusos y desesperados. Si él intentaba tocarme me helaba. ¿Cómo se atrevía a esperar que hiciera el amor con él? General mente lo rechazaba cortante: <<No, estoy demasiado cansada. >> Algunas veces accedía. De vez en cuando por que tenía ganas, pero generalmente si tenía relaciones con él era porque me sentía obligada a satisfacer sus necesidades sexuales y, en caso de no hacerlo, me sentía culpable. De cualquier modo, el sexo me resultaba emocional y psicológicamente insatisfactorio. Pero como me decía a mí misma, no me importaba. No me interesaba en lo absoluto. Hacía ya mucho que había cancelado mis deseos sexuales. Hacía ya mucho que había dejado de dar y recibir amor. Había congelado la parte de mí misma que sentía. Tuve que hacerlo para poder sobrevivir.
¡Había puesto tantas esperanzas en este matrimonio! ¡Tuve tantos sueños para nosotros dos! Pero ninguno de ellos de hizo realidad. Fui engañada, traicionada. Mi hogar y mi familia –el lugar y las personas que debían haber sido mi calor, mi refugio de amor- se habían convertido en una trampa. Ya no era capaz de hallar la salida. <<Tal vez>>, me decía a mí misma, <<las cosas mejorarán. Después de todo, la culpa de todos los problemas la tiene él. El alcohólico. Cuando se ponga bien, nuestro matrimonio mejorará>>.
Pero me estaba empezando a decir a mi misma: <<Hace ya más de seis meses que no bebe y está asistiendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Está mejorando. Yo no>>. ¿Realmente su recuperación era suficiente para hacerme feliz? Hasta ahora, el hecho de que hubiera dejado de beber no parecía haber provocado ningún cambio en la manera en que yo me sentía que era, a los 32 años, totalmente seca, usada y frágil. ¿Qué le había pasado a nuestro amor? ¿Qué me había pasado a mí?
Un mes después comencé a sospechar lo que pronto sabría que era la verdad. Para entonces, el único cambio ocurrido era que yo me sentía peor. Mi vida estaba atascada y deseaba que se acabara. No tenía ninguna esperanza de que las cosas mejoraran. Ni siquiera sabía que era lo que funcionaba mal. Carecía de propósito, excepto el de cuidar a otras personas y eso tampoco lo estaba haciendo bien. Estaba atascada en el pasado y temía al futuro. Parecía que Dios me había abandonado. Me sentía culpable todo el tiempo y me preguntaba si no estaría volviéndome loca. Me había ocurrido algo espantoso, algo que no podía explicar. Algo se había cebado en mí y había arruinado mi vida. De alguna manera, yo había resultado afectada por el hábito de la bebida y el modo en que eso me había afectado ahora era mi problema. No importaba ya quien tenía la culpa. Había perdido el control.