En nuestro organismo conviven dos tipos de emociones: las que son decretadas por la madre naturaleza y las que son inventadas por la mente. Las emociones biológicas (primarias) no son aprendidas, nacen con uno, cumplen una función adaptativa para la especie y se agotan rápidamente. Las más importantes son: dolor, miedo, ira, placer, alegría y tristeza. Sin ellas no existiría vida en el planeta, homo sapiens incluido.
Las emociones mentales (secundarias) son culturalmente aprendidas, y aunque algunas de ellas bien administradas pueden llegar a ser útiles (vg. el sufrimiento), la gran mayoría son un verdadero encarte y las directas responsables de la enfermedad psicológica. Las emociones secundarias son prolongaciones de las emociones primarias. Así, el miedo es transformado en ansiedad, el dolor en sufrimiento, la ira en rencor o agresión, el placer y la alegría en apego, y la tristeza en depresión.
La tristeza es una emoción primaria cuya tarea principal es desenchufarnos por un tiempo, para descansar o pensar. Un stop obligatorio que nos hace andar en cámara lenta por unos días o algunas pocas semanas, pero nada más. Un “yo-yo” incómodo en la boca del estómago nos vuelve hipersensibles y propensos al llanto.
La tristeza languidece todas la funciones corporales y psicológicas, pero no las acaba. Cuando llega, adoptamos cierta pose de intelectual francés venido a menos, recorremos los extramuros de algún cafetín olvidado o nos hundimos en aquella lectura existencial que habíamos dejado pendiente.
De acuerdo con los expertos, la tristeza es una manera de conservar energía, pedir ayuda (la expresión de una persona triste es impactante y empuja a socorrerla) y/o resolver problemas (la tristeza está hecha para pensar y no para correr). Cuando llega, simplemente hay que darle la bienvenida y escuchar el mensaje: “Estás cansado”, “Necesitas ayuda” o “Necesitas una solución” Después, si no la azuzamos, se va sola. Mi amiga la tristeza: quédate conmigo un tiempo, pero sin molestar demasiado.
La depresión es otro cantar. Aquí no hay ningún provecho ni nada que aprender. Podríamos prescindir tranquilamente de ella. No aporta nada. Es una de las tantas exclusividades negativas del género humano. Los animales se entristecen, pero no se deprimen. Por más que busquemos, nunca vamos a encontrar un rinoceronte suicida, una vaca masoquista o una jirafa maníaco-depresiva. Los animales no se autodestruyen, mueren.
La depresión psicológica se diferencia de la tristeza en varios aspectos.
1) En la depresión siempre hay baja autoestima y desamor personal; en la tristeza, el sujeto sigue queriéndose a sí mismo.
2) En la depresión hay un claro sentido de autodestrucción; en la tristeza, no.
3) La persona depresiva busca aislamiento y soledad afectiva; la persona triste permanece efectivamente conectada.
4) En el individuo depresivo, la baja del estado de ánimo afecta todas las áreas (sexual, social, laboral); en la tristeza, aunque el rendimiento disminuye un poco, el sujeto es capaz de desempeñarse de una manera relativamente aceptable.
5) La depresión dura meses, mientras la tristeza no suele pasar de una o dos semanas.
Si al despertar por la mañana no nos provoca nada. Si al asomarnos de mala gana por la cobija vemos el día por delante como una tortura china y un demoledor, “¡Qué hartera!”, se apodera de nuestro espachurrado ser amanecido, no hay dudas: la depresión anda rondando.
Mientras la tristeza reduce la velocidad, la depresión frena en seco y daña el motor. A la tristeza hay que dejarla en paz para que haga su trabajo, a la depresión hay que sacarla a la fuerza. La depresión es el luto del alma, el llanto de Dios. La tristeza es un jalón de orejas para seguir viviendo, un momento, un refugio para encontrarse a sí mismo y cargar gasolina. Por eso, cuando aparezca, no te preocupes demasiado, simplemente recuerda, tal como decía Gibrán, que la tristeza no es más que un muro entre dos jardines.
Walter Riso