Que el enamoramiento funciona como una droga intrínseca es cada día más aceptado, en tanto que crea dependencia (cuando nos impacta, tenemos la sensación de que no somos capaces de vivir sin él), tolerancia (nos sentimos insatisfechos y queremos siempre más) y abstinencia (si se acaba, el organismo se desorganiza y sufre a mares). Pero la biología es muy inteligente y no deja que nos aficionemos demasiado, ya que después de cierto tiempo el cerebro se dañaría por la elevada estimulación. Así que el enamoramiento tiene un tiempo limitado (aunque reconozco que, en ciertos casos, parece haber excepciones en algunos individuos). Las investigaciones realizadas en diversas culturas coinciden: su fase activa dura de dieciocho a treinta meses. No es que pasemos del éxtasis a la depresión, sino que la locura se modera y se acomoda a una realidad menos vertiginosa: la montaña rusa se endereza y baja de velocidad. Este descenso en el ímpetu emocional no siempre es aceptado por los usuarios del amor y a muchos les produce una profunda decepción detectar que la «droga» ya no está presente. Es entonces cuando salen a buscar nuevas dosis. A estos sujetos se los conoce como los «enamorados del amor», o mejor sería llamarlos «adictos al amor», a la pasión, a las sensaciones que genera el romance fogoso. En estos casos, las distintas conquistas sólo son una excusa, un medio para producir los compuestos químicos requeridos por el organismo.
Una mujer se lamentaba: «No quiero que se acabe lo que siento, ¡yo era feliz con aquella sensación de ahogo!». Traté de hacerle ver que el amor por su pareja no había desaparecido, sino que había sufrido un cambio en la modalidad: lo amaba de otra manera, más tranquila y serena. Pero ella quería el sudor en las manos y el corazón latiendo a mil kilómetros por segundo. Confundía enamoramiento con amor, pero no le quedaba más remedio que aceptar el bajón, ya que no podemos generar enamoramiento a voluntad.
En las lides del enamoramiento, el organismo hace lo que le da la gana, o sería mejor decir: la naturaleza obra de acuerdo con su mejor parecer y conveniencia para la supervivencia de la especie. Como si dijera: «Usted ya tuvo su dosis, señora. Lo que ahora debe hacer es construir una relación afectiva utilizando también la cabeza, si no ¿para qué cree que he trabajado millones de años en desarrollar la mente humana? ¡Úsela!». Mi paciente no quería usarla. Le desagradaba en extremo un amor pensado y menos efusivo. Lo que quería era una lluvia de emociones, mariposas en el estómago y babear por el otro como si sufriera de alguna lesión cerebral. Vivía como una adicta saltando de relación en relación, hasta que el enamoramiento se extinguiera en cada vínculo. Solía decirme: «Tengo problemas con el amor, no doy con la persona indicada». Y era verdad que no lo entendía: había idealizado un «estado bioquímico» transitorio y de manera infantil esperaba que ese estado febril de enamoramiento se convirtiera en eterno junto a un alma gemela inexistente.