Si tienes la mala suerte de estar con una pareja paranoica, serás culpable hasta que no demuestres lo contrario.
Para él o ella, no importarán tu buena conducta ni las demostraciones de amor. Siempre estarás en la lista negra de los enemigos potenciales, tu proceder siempre esconderá una “segunda intención”.
La premisa del paranoico / vigilante es deshumanizante: “La gente es mala, y si bajas la guardia, te lastimarán”, familia incluida. Ser recelosos y contraatacar es su mejor forma de sobrevivir en un mundo percibido como hostil y explorador.
El amor desconfiado pone al otro bajo sospecha y lo obliga a presentar descargos que demuestren su fidelidad y lealtad. Pero el amor y desconfianza no son compatibles, no importa cuántos “certificados” presentes. No encajan bajo el mismo techo.
Estamos de acuerdo en que la desconfianza no siempre es contraproducente.
Para alguien que trabaje en una agencia de espionaje, la suspicacia será una buena herramienta de supervivencia, lo mismo pasa para un soldado en plena guerra o incluso para algunos migrantes que llegan a tierras hostiles.
El niño suele ser desconfiado ante los extraños, y eso garantiza su seguridad ante posibles depredadores. Si andas por un barrio peligroso donde podrían asaltarte, confiar en la suerte sería una estupidez. En eso estamos de acuerdo. El problema con el estilo paranoico / vigilante es que la suspicacia se generaliza irracionalmente y transforma en un modo de vida.
La inaceptable propuesta afectiva del amor desconfiado gira alrededor de tres esquemas destructivos: “Si doy amor, te aprovecharás de mí” (inhibición defensiva), “Si no estoy vigilante, me engañarás” (focalización maladaptativa) y “El pasado te condena” (fatalismo afectivo).